Antonio Saura, como Picasso, hace de la figura de la mujer no tanto un tema predilecto como un campo de investigación. Desde 1954, la considera como la forma matriz: molde desde donde surge la forma, seno que da origen a una imagen otra.

Las Damas son pues unas estructuras primarias con las que Antonio Saura trabaja con vistas a una distorsión de la forma, con el fin de disolverla, para vaciar el espacio y así crear un nuevo espacio. Tratadas no con una violencia cromática sino gestual, las Damas son pintadas con pinceladas grandes o espatulazos que recorren la superficie hasta los bordes (Nule, 1958). El lienzo es el lugar del combate con la materia; las pastas y pigmentos que el artista aplasta para trabajar la figura inicial y deshacerla, son los protagonistas de la metamorfosis, permitiendo el paso del magma a lo que engendrará la obra de arte. El lienzo es ese lugar de energía donde la materia empieza a existir, ese lugar que acoge dos acciones y donde, en un cuerpo a cuerpo entre la materia y el pintor, da existencia al hombre.

Por eso lo informe no sólo es matriz de forma sino movimiento ; es potencia de transgresión, experimentación, inventiva. La imagen que reflejan estas Damas nada tiene que ver con la musa ideal del arte clásico; la voluntad de acabar con los cánones es flagrante. Diosas sin nombre y sin cuerpo, remiten al primer misterio. La imagen es la que va cargada de valor simbólico o fantasmático, y saca su origen de la conciencia del pecado o del inconsciente; la ambigüedad de la palabra Dama oscila, por cierto, entre el vicio y la virtud, entre la Virgen y la puta. Visión de la mujer como gran monstruo universal donde convergen destrucción y creación, y que los años cincuenta prolongaron con el mito de la mujer fatal.

A finales de la década, al tiempo que les da un nombre, Saura les da un cuerpo, apenas esbozado (Stima, 1959). Con Brigitte Bardot ataca a un icono; la boca y los ojos distorsionan la cara, dejando ver dientes y órbitas, y transforman el sex symbol en monstruo, a medio camino entre la mujer y la bestia (Retrato imaginario de Brigitte Bardot, 1960-61). Belfo o extensión de la espina, la boca se convierte en la de un animal (Brigitte Bardot, 1959). “Cuanto mayor es la belleza, más profunda la mancha”, escribe Bataille ; Saura deconstruye el mito B.B. y al desacralizarlo crea un nuevo monstruo, otra cara de una misma imagen. Para destruir la Belleza, pervierte la forma, desfigurando al modelo, haciendo coexistir la norma y su desviación, el ideal de belleza y su contra ideal. Para rechazar los cánones, da rienda suelta al no-saber y, si la belleza ha de ser convulsiva, es porque entre sus manos el objeto de deseo se transforma en puro objeto estético; sacrificado el icono, se abre a lo otro .

En la obra de Saura, el tratamiento de la mujer marca efectivamente la irrupción de lo espantoso en lo bello que ha de ser el arte, mediante un movimiento de lo informe que provoca un vaivén entre atracción y repulsión. Lo informe remite a la monstruosidad, la cual implica la brutalidad, la violencia del tratamiento infligido a la figura; pues si el monstruo artístico es lo que surge materialmente en la superficie del cuadro, también es lo que el artista hace existir a partir de una potencia subterránea que va a buscar en lo más profundo de sí mismo. Por consiguiente, es cuestión de formas y fuerzas. Criaturas antropomórficas que surgen frontalmente, las Damas de Saura poco tienen que ver con lo humano; el ojo del pintor busca más bien la animalidad en la mujer, poner al descubierto lo íntimo. Y si, al mirarnos, nos siguen interpelando hoy, es porque nos devuelven el reflejo de nuestra propia animalidad. Al llevar la forma hasta la obscenidad de lo informe, Saura nos da una visión dislocada de esas caras donde la semejanza está alterada, donde la descarga pictórica y la rabia del deseo se concentran en la cabeza, donde la violencia del ritmo echa los elementos identificables hacia unos lugares inesperados (Brita, 1956), con el fin de acceder a la parte oculta del ser. Las formas monstruosas de Saura son el producto de una crueldad de la pintura que obliga al pintor a destruir la imagen para metamorfosearla y así apropiarse de ella. Por eso, se traspasa la contemplación del monstruo, a fin de privilegiar la monstruosidad que lo sostiene; lo que entonces se transparenta es propiamente lo infigurable. Martine Heredia

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Imagen: Brigitte Bardot, Antonio Saura. Galería Mayoral