El pasado 14 de octubre, falleció Eduardo Arroyo a la edad de 81 años. Estábamos preparando con él esta exposición que era muy importante, tanto para él como para nosotros. Una exposición-recordatorio, sobre su niñez, sus vínculos con este lugar, el antiguo Lycée français donde estudió, cerca de la Calle Argensola donde nació y vivió. Esta exposición-recordatorio es también una exposición-homenaje a Eduardo Arroyo.

“Nací el 26 de febrero de 1937 en el número diecinueve de la calle de Argensola en Madrid, bajo las bombas. Mi padre fue Juan González Arroyo, farmacéutico de la calle del General Castaños, creyente y practicante, acaso descendiente de una familia conversa de Murcia, hombre de derechas y falangista. Murió en 1943, el día de Reyes a consecuencia de su amor por el teatro y de los sufrimientos físicos padecidos durante un largo período en el penal de Ocaña. Tres meses antes había matriculado a su hijo en el Liceo Francés, el colegio de los refugiados, de los perseguidos, de los republicanos, de los rojos. Mandó a su hijo al colegio que había prescindido de propinar a sus alumnos la tediosa misa diaria, y que impartía -y ello por obligación de las autoridades- una sola hora de religión a la semana. Era cierto que el Liceo me convenía, a pesar de que en sus filas de profesores se encontrara el mal nacido cura Argimiro. En el jardin d’enfants del Liceo Francés de Madrid aprendí lo de “il était un petit navire qui n’avait ja- ja-jamais navigué…”. Pero cuando por aquella caída desafortunada en el teatro de la Zarzuela mi padre murió, yo me convertí ipso facto en adulto, un adulto que no había navegado jamás. Un dicho afirma que cuando los niños no tienen padres, se convierten en sus propios padres.

Recuerdo que el señor Astorga, mi profesor de latín y griego del Liceo Francés, me daba clases particulares para ayudarme a aprobar en septiembre las asignaturas que había suspendido en junio. Una vez terminada la lección, le acompañaba hasta el portal como me lo ordenaba mi madre, quien también me decía que cuando se pasea con mujeres por la calle siempre hay que cederles la parte interior de la acera, y que hay que quitarse el sombrero en lugares cubiertos. Nunca lo he olvidado y por eso consideré siempre un hortera a Joseph Beuys que no se quitaba su flexible ni cuando se metía en la cama (y así le fue).

De vez en cuando seguía al profesor Astorga hasta la confluencia de Barquillo con Fernando VI, el Check Point Charlie ineludible que me sacaba de mi zona. Otras veces nos limitábamos solamente a cruzar la calle mientras el profesor me decía: “Eduardo, vamos a ver calaveras”. Entonces nos adentrábamos en los portales de la casa del General, en una hora que anunciaba la noche y en la que el portero abandonaba su trabajo de vigilancia, atraído quizás por la taberna de enfrente adonde se llevaba la botella vacía convenientemente enjuagada para que el bodeguero la rellenase hasta desbordar con el fuerte vino de Valdepeñas. El profesor Astorga afirmaba que las cariátides estaban de más en aquella mansión. Según él, el vestíbulo debía sustentarse no con cariátides sino con cráneos, con calaveras, como en Palermo en las catacumbas del convento de los Capuchinos. Toda la entrada del 20-22 -decía mi profesor- hubiera debido estar atiborrada de todos los cráneos de los combatientes, de los “estampillados”, como se denominaba a los precoces soldados, algunos adolescentes, a los que el general, tranquilo y recién rasurado, mandaba a diario al ataque y a la muerte.

No olvidaré que a los catorce años fui expulsado de mi querido Liceo Francés por repetida mala conducta y ese acontecimiento me hizo comprender, bastante joven, como las gastaban mis amigos los franceses.” (Instituto Francés press-release)

Instituto Francés. Galerie du 10 – C/ Marqués de la Ensenada, 10. Madrid

https://www.institutfrancais.es/madrid

Imagen: “Marianne”Eduardo Arroyo